Para que un implante dental tenga éxito, la calidad del implante es tan importante como la del tejido óseo del maxilar o la mandíbula donde se integra. Sin una buena superficie de agarre, es muy difícil que el implante se mantenga en la boca del paciente por mucho tiempo: los odontólogos estiman que la zona de hueso que sustente a un implante debe tener como mínimo unos 10 mm de altura y unos 5 mm de espesor.
Muchas personas, por diversos motivos, no conservan el hueso en un estado óptimo. Por suerte, los implantólogos tienen a su alcance las técnicas de regeneración ósea, que permiten que una gran mayoría de pacientes puedan hacerse un implante dental.
Injertos de hueso
Existen diversas técnicas para lograr la correcta osteointegración de un implante, que pueden dividirse en dos grandes tipos: membranas e injertos. Los injertos son pequeños “transplantes de hueso”, ya sean fragmentos del hueso del propio paciente (autoinjertos), de otra especie (xenoinjertos) o con materiales sintéticos, como cerámicas cristalinas. La opción preferida es la del hueso del propio paciente, pero no siempre son posibles. Cuando los tejidos de la boca hayan sanado por completo, el odontólogo retirará la/s corona/s que había colocado de forma provisional y las sustituirá por otras que sí que están pensadas para durar muchos años en la boca del paciente.
Estos injertos permiten aumentan tanto la anchura como la altura del hueso del maxilar o la mandíbula donde se va a colocar el implante. Son muy utilizados sobre todo en los maxilares, con la técnica conocida como elevación del seno maxilar.
Gracias a los injertos de hueso, y después de unos meses, se puede alcanzar el nivel de cantidad y calidad ósea necesaria para un implante. En ocasiones, no obstante, el incremento es muy pequeño y puede realizarse en el mismo momento de la cirugía implantológica.